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Cristian Carstens
Dotación resumida: "El blanco rostro de la diva fulgura con el suave tono de una lámpara de alabastro, que a veces ardiera súbitamente con fuego rojo, la risa que diluye un matiz carmíneo por el cutis sedeño, en el que destellan los ojos alegres, joviales, de mujer triunfadora, para quien la vida ha sido una vasta alegría. En el cuello, un cintillo de perlas, el magnífico cuerpo venusino, ataviado con un simple traje de seda azul, al final de cuya falda asoman los breves pies, prisioneros en zapatillas alargadas, que ornan hebillas de oro. Mme. Charpentier contará unos treinta años (perdón señora por la indiscreta apreciación), cuando no ríe, su gesto es sereno, de matrona, su cuerpo exuberante, avanza majestuoso, cuando con los nudillos llamo al cristal de su puerta. Me recibe la diva con afectada amabilidad francesa, y siguiendo el curso de esa amabilidad, me dice lo primero, que nuestra ciudad es encantadora, que le parece más bella que la de Buenos Aires. ¡Oh, el clima! ¡Qué dulzura de clima! ¡Qué cielo!¡Qué campo delicioso tienen ustedes! Si mi París -porque ha de saber usted que yo soy parisiense- hiciera correr la alegría de su vida bajo un cielo semejante, cielo italiano de primavera… Y continúa el amable charlar. La diva es hija de la célebre modista parisiense Luisa Charpentier, que fue la que lanzó al mundo de la elegancia a la Otero, cuando esta célebre bailarina arribó a la Ciudad Luz 'con una falda de percal plancha y unos zapatos bajos de charol'. Otras mujeres que después alcanzaron brillante notoriedad en el mundo escénico, iniciando en el arte del buen vestir, visitando los salones de Mme. Charpentier. La hija, desde niña, mostró decididas aficiones por el canto, aficiones que se desarrollaban al par que una hermosa voz, que paulatinamente iba perdiendo su trino infantil, para adquirir sonoridad, pastosidad, dulces tonos de flauta. Alguien escuchó a la niña cuando entonaba un airecillo campesino, una canción en boga, quizá un couplet de actualidad, e impresionado por la vocecilla cristalina y limpia, expresó a la señora modista la necesidad de cultivar la voz de la niña, quien se quedaba absorta y encantada, cuando su madre la llevaba al teatro de la gran ópera o al de la ópera cómica. Desde un rincón del palco soñaba con ser semejante alguna vez a aquellas mujeres que sonreían graciosamente al público a la hora en que este exaltaba su gloria. Algún día, ser como aquellas mujeres, que se le antojaban criaturas de una humanidad superior, perenemente feliz, toda gloria y arte. Un profesor del Conservatorio de París la inició en el estudio de la técnica, otro profesor de la ópera cómica consumó la obra. En este teatro, con Carmen, hizo su debut, el año de 1904. Mi vida ha sido muy feliz -me decía la diva- y seguramente por eso, porque no he tenido aflicciones mayores, recuerdo la que me produjo mi debut, como la más intensa. Un pavor terrible me embargó cuando esperaba de pie, junto a un bastidor, mi primera presentación en escena. Aquel traspunte frío, indiferente, que miraba en un libro, bostezando, sin darle importancia al caso trascendental, me parecía un ser odioso, por lo egoísta. ¿Cómo era posible que no temblara como yo, que no sufriera mi terrible emoción? Hubo un instante en que mi miedo llegó a tal punto, que casi me impelía a huir de aquel lugar. -Mire usted, señor traspunte, yo soy una muchacha que ahora mismo se va a su casa muy arrepentida de haber prendido ser cantante de la ópera cómica. Déjeme usted escapar, y no lo vuelvo a hacer… (como dicen los chiquillos). -A escena, dictó el traspunte mi sentencia. Avancé. Me cegó el resplandor de las candilejas. Hubiera desfallecido, sin tan a punto no me conforta un aplauso nutrido de bienvenida. ¡Oh, mon Dieu! ¡Qué bello era aquello! El aplauso me dio ánimo, me inyectó vigor. Canté no sé cómo. Otro aplauso fuerte y sincero, sacóme de la duda. Adquirí serenidad, confianza… ¡Ah, qué feliz noche! Mis paisanos me hicieron un homenaje que perdura en mi memoria como perduran los instantes supremos de dicha. La temporada que hice en la ópera cómica fue de lo más halagüeño para mí. Después he estado durante varias temporadas en ese mismo teatro. Todavía el año pasado canté en aquel escenario, en el que di mi primer paso de artista. Después pasé a Buenos Aires, ciudad de la cual vengo. Tiene la diva, 44 obras de repertorio. De ellas, las que más le gustan son, Lakmé, Manon y Bohemia de Puccini. Las menos son de su agrado, La africana y Rigoletto. Ha cantado en Egipto, en Italia, en Argel, en las principales ciudades norteamericanas, y de estas con más frecuencia en Nueva Orleans, en Buenos Aires y en el Uruguay. En Sicilia cantó la Cavalleria Rusticana, en el propio país en el cual se desarrolla la acción de la intensa ópera de Mascagni. -Me encanta viajar, pero más la quietud, el reposo de mi casa de París, que levanta su graciosa arquitectura entre el follaje de mi jardín, en el cual leo plácidamente libros de Anatole France, de Marcel Prévost, de Pierri Loti, mis autores predilectos. Algunas veces tomaba el té conmigo en ese jardín florido y riente en primavera, Massenet, que entre paréntesis es el compositor musical que más me emociona sobre todos los demás. -¿Y cuál es la cantante que más le gusta a usted? -La pregunta es difícil, señor periodista, pero allá va la respuesta, Mary Garden. Después de breve pausa, expresaron los labios de la hermosa mujer de rostro de alabastro; Poco interés tendrá seguramente la interviú, porque yo, como los pueblos felices, casi no tengo historia. Ella se escribe con dolor, principalmente, y este ha llamado muy pocas veces a mi vida, tan levemente, que apenas he reparado en él. Sin embargo, recuerdo ahora una que para mí fue tremenda contrariedad, en Buenos Aires me robaron alhajas por valor de 50,000 francos. ¿Usted comprende para una mujer que no está exenta ciertamente de la frivolidad de su sexo, lo que significa esta pérdida? ¡Qué maltrecha la vanidad! ¡Para la artista, qué pena el ser despojada de ese tesoro de luz, de lujo de belleza! Por asociación de ideas, quizá el cronista encontró que el cielo de tarde semejaba un inmenso topacio rutilante y que los ojos de la diva ardían con destellos de zafiro. Al abandonar el lujoso saloncillo del hotel, meditaba en la ligera filosofía femenil; yo, como los pueblos felices, casi no tengo historia…"
Otras obras contenidas en el mismo documento: Abril 20, 1913, p. 9.