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Luis G. Urbina
Dotación resumida: "Carlos Meneses me escribe una carta comprometedora. Pide la ayuda del olvidado oficio de cronista para el buen éxito de su temporada de conciertos. ¡ah, buen amigo cómo se conoce que el arte te ha dotado del divino prodigio de la juventud espiritual! Al mundo de sonidos en el que vives no llegan los gritos de la angustia, los fragores de la tempestad, las voces subterráneas del cataclismo, que oigo yo desde aquí y que conturban mi ánimo con dolorosos presentimientos. No estoy en tono, y, por consiguiente, vas a encontrar vacilantes tanteos y prudentes reticencias en las líneas que ahora dedico a tu labor. Doy principio a este entretenimiento dominical con el gesto de desencanto que, según la fábula homérica tenía la mujer de Ulises, al destejer por la noche la tela que tejía durante el día.
Y así, tejiendo y destejiendo recuerdos y fantasías de antaño, aparece en el cristal imaginativo, el cuadro de aquella primera temporada de conciertos. Opaca, semi-borrosa, y con tintes desvanecidos, se me presenta la visión lejana. Es un retrato de daguerrotipo. Pero todavía lo veo hermoso y, como el ensueño tiene un pincel mágico, va retocando líneas y avivando matices y, poco a poco, el cristal se ilumina y limpia y transflora las imágenes que están empolvándose en las sobras de la memoria.
Me acuerdo de aquel ensayo general de la Virgen de Massenet. Más de seis años, más de seis ruidosos años han corrido desde entonces, y sin embargo, por mi oído alucinado, cruzan remotas ráfagas musicales: escuchó el motivo infantil del coro querubinesco, la dulce severidad del Ángelus, el jocundo alboroto de las Bodas de Canaan, el perturbador sensualismo de la danza hebraica, las patéticas frases, los trágicos lamentos del Calvario, el rompimiento de Gloria, el pasmo hímnico de la Asunción… y, sobre todos los temas fragmentados, desgarrados por el olvido, flota purísima, estática, aérea, hecha con sutiles argentos de niebla, con filamentos siderales, con fulguraciones de remotos luceros, la melodía, en sourdine del sueño de la Virgen. En el teatrito del viejo Conservatorio, que tenía un aspecto casi elegante de simpático recogimiento resonaban desproporcionadamente los pasajes brillantes, los fortísimos viriles de una orquesta rica y suntuosa y de una abundante masa coral, pero, en cambio, los episodios suaves, las afiligranadas polifonías, los temas lánguidos y tiernos, ¡qué bien se esparcían, acariciadores y rotundos, en líricas ondas, por la roja sala, en cuyo blanco cornisón se destocaban en fuertes bajo-relieve, los medallones de los maestros ilustres! Era una mañana de domingo. Las traviesas alumnas del Conservatorio, empingorotadas, llenaban butacas y palcos, y las manchas claras de los listones y las telas se fundían en un irisado conjunto de movedizos grumos de color. Muchachos y muchachas aplaudían a rabiar. La luz del día, tamizada por las persianas del alto ventanaje, parecía ondear, como un velo de oro pálido y diáfano, sacudida por el viento del entusiasmo.
En los momentos de reposo, los profesores, los dilettanti, los críticos y los revisteros, reunidos por grupos, en el pequeño y cerrado pórtico, charlaban y discutían con vivo acaloramiento. Y en el teatrito entero, como en un colmenar, zumbaban las abejas de la alegría. Todo el mundo se volvía lenguas para alabar a Antonia Ochoa de Miranda y a Virginia Galván de Nava, y a Marín, y los solistas, que se sabían admirablemente su parte. Todos ensalzaban lo bien ensayado de los coros y la justeza de los conjuntos. El elogio era un contagio que se volvía delirio. Y así sucedió que, entre número y número del oratorio de repente en una platea vecina al tablado, se puso en pie un hombre corpulento, de gran cabeza blanca, de rolliza y rosada faz, de ojos pequeños y extraordinariamente brillantes: era el ministro, era don Justo Sierra, quien obedeciendo a un impulso de artista, felicitaba a Carlos Meneses por aquel primer triunfo, mensajero de muchos otros. Don Justo habló, y su palabra cordial, maravillosamente conmovedora, cultísima palabra, ardorosa palabra de poeta, realizó el milagro de hacer en torno suyo, el silencio, un silencio cargado de emotividad comprimida. No era un discurso el que pronunciaba el ministro; era una improvisada salutación, un espontáneo arranque oratorio en el que se exteriorizaban con tan palpitante sinceridad, las impresiones recibidas, que el don sentimental de humedecer los ojos de dificultar el aliento de violentar los latidos del corazón vivificó los vocablos, abrillantó las metáforas y puso la magia de una deleitación, en aquel minuto de recogimiento. Cuando don Justo acabó de hablar, los concurrentes que, aplaudiendo, miraban hacia la platea del ministro, volvieron instantáneamente el rostro, con una rápida curiosidad para ver al maestro Meneses, el agasajado.
Allí estaba frente a su orquesta, toda de pie también como él y como el auditorio; es decir, allí estaba el cuerpo de Carlos Meneses, porque lo que es el alma ¡quién sabe que regiones recorría aliabierta y libre, en busca de ideal! Obra fue de un momento: volvió a su cárcel el ave atrevida, y entonces vimos cómo en un ligero movimiento, la mano dejó la batuta en el atril, y ayudada de la otra, se pusieron ambas sobre el rostro inclinado. En la espesa melena temblaban los rizos. El tórax se sacudía rítmicamente. Colgados de la cadenilla de oro, se balanceaban los lentes fulgurando en la obscuridad de la levita. Carlos Meneses lloraba como un niño. Y algunas caras en la orquesta diseñaban, asimismo, un gesto de emoción lacrimosa: el asimétrico, de fauno mutilado, de Pedro Manzano; el apilado y agudo de sacerdote socarrón de Otea; el risueño y serafinesco de Rocabruna; el ancho y moreno tocado de malicia indígena de Arias… (Ya dos de los recordados no podrán leer este recuerdo: ya escuchan ahora voces más altas en un más profundo silencio). De entonces acá ¡qué triunfos es verdad, pero también que penas, que desengaños, que tristezas! La fatiga del subir es larga y es angustiosa. El camino está sembrado de acechanzas. Largo sería de contar este relato de la peregrinación lírica de la orquesta del Conservatorio. Es una obscura y dolorosa Odisea. Por que la tarea incesante ha tenido y tiene que dividirse así: primero educarse a sí misma, luego educar público. A la primera educación le pondría yo quizás reparos: ha sido tal vez un poco loca, desequilibrada y caprichosa. La inquietud genial de Carlos Meneses, le ha impreso caracteres de movilidad, aparentemente, inútil. Es posible que el método no haya presidido en el programa: este asunto tendremos que analizarlo despacio. Pero sí, el orden no ha sido factor principal, el gusto sí. Meneses es más que un exquisito: tan pulcro y tan delicado es, que resulta un descontento. El gusto sí que es un factor evidente: el gusto y la sensibilidad. De filigrana de cristal, de fineza, de joyel, la tiene el maestro. Y ha sabido transmitirla, por obra de la hechicería de su talento, a su disciplinado y sonoro ejército. De Beethoven a Debussy y Ricardo Strauss hay toda una vía láctea de sonidos. La educación del público ha seguido los caracteres de la orquesta. Vamos en camino del refinamiento. Yo creo, yo espero que te seguirán tus fieles. Confío en que tus trabajos serán premiados en que tus afanes serán comprendidos, en que tus desencantos serán consolados.
Tu mano, maestro, herida por tantas espinas, cortará aún rosas del gran jardín del Arte. Y sabrá contener con la batuta solamente, arma divina, los maleficios de la indiferencia y de la envidia."
Otras obras contenidas en el mismo documento: Febrero 11, 1912, p. 3.
Referencias bibliográficas: La crónica vieja.